La historia tornó célebre a la isla de la Tortuga desde que a mediados del Siglo XVII se convirtiera en refugio de piratas y bucaneros. Allí los malvados forajidos se reunían para abastecerse de alimentos, agua y pólvora, protegidos por las inexpugnables montañas de la zona norte, conocidas como Costa de Hierro.

Situada al noroeste de Haití, fue el escritor italiano Emilio Salgari (1862-1911) quien desarrolló una serie de novelas conocidas como “Piratas del Caribe” (mucho antes que Hollywood diera vida a Jack Sparrow) y en la que narraba las vicisitudes de estos hombres de mar.

Ávida lectora del insigne literato, doña Eva –una señora de “cierta edad” (no le gustaba que la llamaran vieja)– reunía en su entorno a los niños del vecindario y les narraba sobre aquellas aventuras.

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Así, mitad fruto de la mente de Salgari y mitad invenciones suyas, los cuentos fabulosos de la mujer eran la delicia de los pequeños en las plácidas siestas del barrio Jara de los años 70.

En cierta ocasión contaba cómo tras un saqueo, el capitán pirata regresaba en su navío a la isla con todo el botín capturado, y como era rigor, debía repartirlo entre sus valientes hombres que arriesgaban la vida en tan poco noble oficio… mientras él en la batalla los arengaba desde la seguridad de su castillo de popa.

Pero resulta que este oscuro caudillo era tan, pero tan ladino, que a la hora de la repartija toda la tripulación quedaba insatisfecha y sin derecho a quejarse. Reunidos en torno al tesoro (él en medio), su voz resonaba de la siguiente manera:

“Pa tú, pa yo; pa yo, pa mí”… es decir, para vos esto, para mí esto; para mí esto, para mí esto, quedándose él con casi la totalidad de las utilidades del “negocio”. Y mientras que él se hacía cada vez de más fortuna, los que derramaban su sangre en la lucha morían como moscas sin pena ni gloria en la más absoluta indigencia.

No sé por qué cada vez que me entero de una muerte en el IPS me asaltan estos recuerdos del pasado y de la señora de cierta edad que alegraba las cálidas tardes asuncenas.

Doña Eva, a pesar de que no quisiera que se mencionara su edad, era una vieja. Eli no. Eli era una joven madre de tres hijos que durante 15 años aportó al IPS para recibir alguna vez el beneficio de su jubilación y acogerse a la protección de salud, en caso de necesidad.

Eli, así como los valientes secuaces del abusivo capitán pirata, pese a todos sus aportes, pese a los inenarrables dolores que debió soportar durante días, falleció en una agonía inhumana como un mendigo, rogando una ayuda que le fue negada.

El Ministerio Público abrió una investigación para esclarecer lo sucedido. Es tarde. Cuentan que varias veces fue al Hospital Central en busca de socorro y que un médico hasta la reprendió. Le recetaron analgésicos y horas después ella moría en Villa Elisa de una sepsis pulmonar.

Ella no es la primera y tampoco será la última en morir en la más absoluta indolencia de quienes reciben un salario por atender a los enfermos. Y como en la repartija del líder pirata, la cuestión no radica en que si nos tocará algo del botín, sino en cuándo recibiremos nuestro cajón mortuorio.

Tarde o temprano los miles de asegurados estarán obligados a pedir misericordia en el IPS, pero mientras la organización y esta criminal mentalidad cómplice no cambien, el resultado seguirá siendo el mismo, con capitanes de bolsillos llenos y pacientes poblando cementerios.

Es lo único que tenemos, sí. Lo necesitamos con desesperación, sí, pero debe cambiar. Cada mes el IPS recibe cientos de millones de guaraníes, que obligatoriamente son descontados de los “aportantes”, sin embargo el servicio es ¡fatal!

El problema se observa desde el comienzo, es decir, desde cuando el dueño del hospital (o sea el asegurado) va para ser atendido, incontables lugares de estacionamiento vacíos les son negados, ya que por comodidad están reservados y protegidos (con cintas y guardias malhumorados) para los funcionarios y médicos. Los dueños, como parias… deben estacionar en el fondo o adelante.

Ni hablar de las medicinas que les corresponden a los pacientes crónicos, esas siempre escasean como la generosidad del pirata. También las consultas se convierten en brete de animales, con asegurados adoloridos formando filas durante horas o peleando por un “número recuperado”. Y las cirugías de urgencia programadas “rápidamente”… para el año que viene.

Sin duda es un gran negocio. Mucha gente cobra salario allí: enfermeras, doctores, limpiadoras, guardias, consejeros, administrativos. Y un presidente.

Hay demasiada gente trabajando allí, cobrando cada mes, pero muy pocas manos se ocupan realmente de los que pagan por el servicio. Si no, pregúntenle a Eli. Pero Eli no puede responder. Está muerta.

“Pa tú, pa yo; pa yo, pa mí” resuena en los pasillos del hospital, pero Eli ya no escucha. Eli está muerta. El siguiente vas a ser vos, mientras que nada cambie.

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