“Alaska no se trata de quien eras cuándo llegaste. Se trata de en quién te convertís”.

El prefacio de esta novela abre con una cita de Jean Jacques Rousseau: “La naturaleza nunca nos engaña. Somos nosotros los que nos engañamos”. Y algo así sucede en la historia: todo lo aterrador que puede parecer un entorno inhóspito, agreste, no es nada más que el decorado cuando el peligro vive al lado nuestro, en la forma de quien más amamos y en quien confiamos.

Alaska, 1974. Ernt Allbright, veterano de Vietnam y antiguo prisionero de guerra, vuelve a casa con serias secuelas mentales. Su temperamento es volátil, violento. No dura en ningún trabajo, no logra adaptarse. Decide que la solución está en tomar la pequeña granja que su fallecido compañero de pelotón le dejó en lo más recóndito de Alaska, y mudarse allí con Cora, su mujer, y Leni, su hija adolescente. Leni tiene trece años y crece en un tiempo tumultuoso, de constante cambio. Pero sobre todo se ve atrapada en el caos del matrimonio de sus padres. Quizás Alaska es la oportunidad de encontrar un lugar al cual pertenecer. Cora hará cualquier cosa por su marido, incluso seguirlo al fin del mundo.

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Al principio, Alaska parece ser lo que soñaban. Llegan en verano, con días eternos y llenos de sol. La casa se encuentra en una península casi inaccesible; pero eso es una ventaja para el carácter de Ernt. Encuentran una comunidad de pioneros, independientes, seguros y fuertes. Sin embargo, les advierten: usen cada minuto del día en prepararse para el invierno. Aquí, o te preparás o morís.

A medida que avanza el invierno, disminuye la luz, y la cordura de Ernt. Su volatilidad torna en violencia cada vez más pronunciada, y la familia se va quebrando. Leni tiene más miedo de lo que acecha dentro de su casa que allí afuera, en la inmensidad de nieve y hielo. En esta historia de supervivencia y coraje, Hannah nos muestra al mismo tiempo la fragilidad y la resiliencia del espíritu humano. La fuerza de la solidaridad de los extraños, y el grado de sacrificio que podemos hacer para salvarnos los unos a los otros. Pero, principalmente, es una gran metáfora de la desprotección en la que se encuentran las víctimas de violencia intrafamiliar. En muchos casos, siguen estando tan desamparadas como en los años setenta.

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