• Por Fernando Filártiga
  • Abogado

Desintegración. El jueves pasado, la renuncia de varios ministros de Reino Unido, incluido el encargado del Brexit, puso en duda el proyecto de acuerdo para separar definitivamente al país de la Unión Europea (UE). El mismo acuerdo que según anunciaba horas antes Theresa May, contaría con el “apoyo colectivo del gabinete”, para devolver a los británicos el control sobre su “dinero, leyes y fronteras”.

El consenso no era tal. Y mientras la salida de la UE resulta inevitable por el referéndum del 2016, ¡qué difícil ha sido materializarla! Al punto que según especulan sondeos recientes, el pueblo británico ya se habría arrepentido de su decisión.

Neo-nacionalismos. Los discursos neo-nacionalistas y separatistas gozan de éxito electoral, por ello están de moda. Los aguanta el papel y seducen a la audiencia, mas a menudo disfrazan la realidad y terminan perjudicando a las mismas masas que enardecen. Volvamos al caso de Gran Bretaña, cuyos políticos muy astutos para convencer al pueblo de abandonar la UE son incapaces de encontrar una fórmula no dañina para hacerlo. Y como se lee entre las conclusiones de la última misión del FMI (Artículo IV), el crecimiento de la economía británica se ha moderado desde el referéndum, pasando de la cima a casi el piso del ranking de crecimiento del G7.

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Guerras comerciales. Otro símbolo de separatismo es la guerra comercial entre Estados Unidos y China. El término está bien utilizado: es una verdadera guerra, porque todos salen perjudicados, aunque en lugar de bombas los beligerantes intercambian baterías tarifarias y barreras paraarancelarias contra los productos del otro. Si se registran victorias, son esporádicas, pues se resiente el comercio y de continuar las agresiones, a la larga la economía de ambos bandos más el resto del mundo se expone a un deterioro neto.

No funciona. Es que la desintegración se ha vuelto disfuncional. En su momento, el capitalismo y el avance tecnológico incitaron la globalización, cuya raíz profunda estuvo en la historia y una intención colectiva de no repetir sus peores episodios. Conjugados esos elementos, recién de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial surgieron los organismos internacionales estables y los procesos de integración económico-cultural entre países y continentes. Hasta hace poco fortalecer conexiones era la consigna; una que caló profundo en nuestro modo de vida y es difícil desmantelar.

Por ello, los discursos grandilocuentes, ecos de triste memoria de “separarnos y retomar las riendas del propio destino nacional” caen en el saco roto de la impracticabilidad, incluso si asumimos una valoración ideológica neutra. Puede o no gustar la cantinela, lo cierto es que no funciona. En el mundo (sobre todo Occidente) la globalización ha permeado a tal profundidad que aislamiento, proteccionismo o retroceso en la integración como regla general hoy son sinónimos de mala política pública.

Integración. No toda integración es buena. Lo sabemos en Paraguay. Mercosur sigue trancado en la unión aduanera imperfecta cuando hace mucho debió ser mercado común. Y ni hablar de los conflictos y avasallamientos políticos en el bloque.

Hay mejores ejemplos. Precisamente el sistema que abandona Reino Unido ha logrado conquistas como una moneda común, normas y autoridades económicas y políticas compartidas, libre circulación de personas y bienes, etc., en un continente que estuvo a punto de autodestruirse en el siglo pasado.

Pero más allá del proceso concreto, la integración sigue siendo el camino. Tanto para nuestro país, sin costa marítima y enclavado entre los mayores del subcontinente, como para los demás a partir de la globalización, sobre bases perfeccionadas de equilibrio, complementación, eficiencia y equidad.

La integración es un camino pedregoso, sobre todo cuando en lugar de paliar las asimetrías, los más fuertes las explotan en su beneficio. Podemos fortalecer posturas, escalar reclamos, mejorar negociadores y técnicas de negociación o buscar nuevos socios, como de hecho lo hicimos al tocar la puerta de OCDE. Todo para evitar el aislamiento, que no funciona, como vemos a diario en los efectos nocivos de la incertidumbre del Brexit o las guerras comerciales.

En suma, a no caer en el engaño. Al conmemorar un siglo del final de la Gran Guerra, Emmanuel Macron declaró que: “el nacionalismo es la antítesis y la traición del patriotismo”, y que los soldados franceses pelearon inspirados en los valores universales de su país. El juego de palabras surtió el efecto mediático, seguramente premeditado, de presentar al nacionalismo como negativo. Comulguemos o no con Macron en el plano ideológico, un nacionalismo exacerbado que pretende separar y desmantelar la globalización es ineficiente. Y es un mal negocio para todos.

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