• Por Guillermo Ramírez
  • Gerente de GEN

Meliza Fleitas está muerta, la mató su pareja Jaime Vera Fernández, probablemente, hace más de un año. Desde su desaparición sus amigas y compañeras la estuvieron buscando, la buscaron sus parientes y vecinos, la buscaron activistas y personas que se sintieron cercanas al caso. La buscaron todos ellos menos la Fiscalía, menos la Policía, los que deberían de haber estado buscándola en un primer momento.

Esta semana albañiles desenterraron sus restos y algo más. Sacaron a la luz del día la absoluta desidia con la que el Estado llevó su caso. Desenterraron la incompetencia de la Fiscalía y la Policía. Su cuerpo estaba enterrado en el lugar más obvio de todos, en la casa de la persona que la mató, su pareja. Encontraron su cuerpo enterrado, restos de sangre, proyectiles, encontraron todo, más de un año después.

Me gustaría profundizar sobre la mediocridad estatal que demoró tanto en encontrar a Meliza, como si esta fuera la causa principal, pero eso sería quedar corto en el análisis. Hay una causa aún más profunda en el desastroso manejo de la desaparición de esta joven mujer paraguaya, la verdad es que en Paraguay las mujeres nos importan un carajo. Meliza desapareció y no fue buscada porque al Estado paraguayo no le importó, porque aquí no nos importan las mujeres y es hora de que, como sociedad, lo reconozcamos.

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Nos llenamos la boca para repetir los elogios de Francisco sobre las mujeres paraguayas, para llamarlas “las más valientes de América” y en lo que va de este año solamente ya hubo 48 feminicidios a causa de la violencia machista y las que no son asesinadas deben caminar por las calles utilizando esa valentía ancestral para protegerse del acoso callejero, de las violaciones, de los abusos en el seno familiar.

Les escribimos canciones de amor mientras violentamos sus cuerpos en los mismos ambientes laborales en los que les pagamos menos por el mismo tipo de trabajo por el simple hecho de ser mujeres, esto es si les damos trabajo en un primer momento, ya que si son madres, están embarazadas o simplemente están en “edad fértil” preferimos dejarlas en sus casas y contratar a solteras. Inclusive exportamos a la clase de hombre que se cree con el derecho de poner su mano no solicitada sobre sus cuerpos y tenemos sangre en el rostro para llamar a esto una costumbre propia de nuestra tierra colorada.

De pequeñas las vestimos con los trajes típicos de paraguayitas para que al terminar la danza dos de ellas vayan todos los días al centro de salud a convertirse en madres en contra de su voluntad, ya que fueron violadas por un pariente cercano. Las forzamos a dejar de jugar para comenzar ese mandato universal que las condena a ser madres porque de otra manera las tachamos de no realizadas. A las que son solteras y no tienen hijos las miramos de reojo mientras nos preguntamos qué está mal con ellas, algo habrán hecho, qué será que les pasó de chicas, de seguro quieren llamar la atención o ser contreras. Atrevidas que andan.

En Paraguay no nos importan las mujeres, bueno, nos importan lo suficiente como para decirles cómo se deben vestir, cómo se deben comportar, que no deben fumar, putear en la cancha o tomar alcohol. Nos importan mientras nos sirvan como criaditas o para dar a luz a nuestros hijos. Pero ojo con dar de mamar en público que eso está mal, que nadie quiere ver esa teta, que a las otras, a las de las que no son mamás, las queremos ver en revistas y en la TV.

Aquí las ancianas que deben salir a vender yuyos, galletitas o frutas porque no existe un sistema de seguridad social que las sostenga las llamamos “kuña guapa”, les tomamos una foto y las convertimos en ejemplos para que esas vagas feministas que marchan todos los 8 de marzo vean qué es una verdadera mujer paraguaya. Menos mal América tiene esta reserva moral para seguir resistiendo.

Si sienten que esta columna está cargada de negatividad es porque es cierto, es porque la escribí enojado, furioso, triste, desesperanzado. Es porque me imagino a Catalina, mi hija de dos años, viviendo en este país, con estas reglas de juego, y tengo ganas de llorar. Porque necesito que entre todos nos dejemos de mentir, que reconozcamos que las mujeres nos importan solamente si nos sirven y que el primer paso para cambiar esta realidad es reconciliarnos con la verdad.

Quizás, si hacemos lo correcto, las vamos a preferir vivas, no solamente guapas.

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