Por Jorge Torres Romero

Podríamos entender la lógica aplicada por Mario Abdo Benítez al designar a un experto en Biblia como ministro de Obras Públicas como la intención de exorcizar a varios integrantes de su futuro gabinete que entrará en función de poder en un par de semanas.

Salvo algunas honrosas excepciones, los nombres designados por el presidente electo son políticos o ex funcionarios con dudosos antecedentes en el manejo de la cosa pública, salpicados en supuestos hechos de corrupción y con una capacidad envidiable para “darle una reverenda patada a la pobreza”, como diría un finado amigo periodista.

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En el anunciado nuevo gabinete saltan las figuras del político reciclado que a toda costa intenta tener otra oportunidad. ¿Por qué ahora en el nuevo gobierno estos personajes de la vieja guardia política serían distintos o actuarían de manera diferente?

Quizás como estuvieron tantos años en el ostracismo han aprovechado para “ver la luz” o fueron a esos retiros espirituales donde sanan el alma, o quizás fueron apalabrados por el pastor Wiens o también pudieron haber estado en esos cursos de yoga de la Bacigalupo, la futura ministra del Trabajo.

De lo contrario, difícilmente la ciudadanía, que ya conoce a estos considerados hombres escombros, pueda confiar en una gestión eficiente, honesta y transparente que pudieran ejercer al frente de las instituciones que dirigirán a partir del 15 de agosto.

El problema que tiene el presidente electo es que conquistó el poder no vendiéndonos un proyecto o un plan modelo de país, sino que lo hizo capitalizando promesas de cargos (“vamos a coloradizar la administración pública”), repartijas de negociados y zoquetes con altas chances de vencer a un modelo que precisamente intentaba expulsar a los parias que habían copado la administración pública.

Por lo tanto, no debe sorprendernos a quiénes anuncia como cabezas de algunas instituciones públicas. Es el pago de los favores políticos y seguirán repitiéndose esos pagos de favores no solo a la clase política que lo ayudó a llegar, sino a un sector del empresariado ávido de seguir haciendo negocios no tan transparentes, con el guiño de un nuevo gobierno dócil, inmaduro y mediocre.

A modo de ejemplo del retroceso que nos espera: en Agricultura va un oscuro contador, con denuncias de corrupción en su paso por la intendencia de Arroyos y Esteros; en Cancillería, un político huidizo, que pondría en jaque nuestra relación con Taiwán por su permanente coqueteo, ni siquiera con los más serios empresarios de la China continental, sino con los contrabandistas de frontera de ese país; en Obras un pastor que, sin necesidad de hacerlo, nos vendió que tiene un doctorado en teología cuando su mismo instituto aclara que no ofrecen ese título. Si ya nos miente en lo poco, qué será en lo mucho. El cargo de director de Yacyretá se canjea como premio “consuelo” a un ex presidente ansioso de volver al poder y la dirección de Itaipú, en años claves de negociaciones con el Brasil, se reemplaza un Ferrari por un camión tumba. En Educación, ni siquiera saben para dónde apuntar, es decir, sin claridad de lo que se quiere y pendientes de las presiones de un dirigente sindical de baja estofa que acompañó la campaña política. En Juventud, va un muchacho administrador de moteles, hijo de un antiguo político sanlorenzano con la suficiente autoestima como para poner en duda la moral del admirado padre Aldo Trento.

Y aún hay más, pero como muestra basta un botón. Es muy difícil aventurar resultados favorables, alentadores y positivos cuando observamos una selección con figuras lesionadas. Tal vez podríamos tener la esperanza de aguardar la llegada de alguna figura que marque la diferencia, pero la lección traducida a la política que nos dejó este último Mundial es que aunque tengamos a un Messi, un Neymar o un Ronaldo, sin el juego colectivo, de equipo y un DT con visión de lo que se debe hacer, difícilmente lleguemos a ser campeones. Puedo estar equivocado, pero es lo que pienso.

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