Por: Javier Barbero

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Escuchar, en cualquiera de las acepciones de este término, implica no guiar, no aconsejar y no manipular. Todas estas actitudes están muy presentes cuando oímos, pero no deben aparecer cuando escuchamos. Escuchar es también acompañar sin interferir. Hay un estupendo valor catártico en poder pensar en voz alta y compartir el problema con otro ser que está fuera de nosotros.

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La intimidad personal está vedada al exterior pero, a veces, el nivel de presión y conflicto implica la necesidad de apertura al otro, porque la persona experimenta la dificultad de convivir consigo misma.

Al mismo tiempo que la persona experimenta la necesidad de hablar, de abrir su yo, percibe también la acogida o no del "tú" que escucha. La escucha se prolonga en la obligación de acoger lo que el otro diga.

Cuando la escucha ha sido positiva, el "algo" ha llegado a su destino y se ha diluido la intensidad del conflicto del yo portador.

Cuando hablamos y escuchamos se nos revela la trama de la intersubjetividad de la convivencia y del hecho de ser sujetos sociales.

Escuchar es estar pendiente de quien habla: se trata de estar "colgados" del otro y con el otro, de su ser y de su contenido verbal. El fundamento de la escucha es el respeto profundo al otro. La escucha activa implica acoger lo que se dice y a quién lo dice. Es una de las formas más potentes que tiene el ser humano para interrelacionarse.

Escuchar es silenciar mi ser, es acallar mi egotismo (que no es lo mismo que egoísmo), es curar mi necesidad de ser el centro de todo. Escuchar es abrir mi mente, mi corazón y mi voluntad para recibirte. Seas quien seas. Estés como estés. Digas lo que digas.

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