Andrew Ross Sorkin

Si fuéramos a buscar el elemento que une a los directores, gerentes y miembros de juntas directivas del país encontraríamos una similitud notablemente persistente, ahora y en generaciones anteriores: un número desproporcionado de ellos son graduados de la Escuela de Administración de Harvard.

Una maestría en administración de la HBS, como la llaman los que saben, ha sido desde siempre el máximo sello de aprobación de cualquier currículo: Jamie Dimon de JPMorgan Chase, Jeffrey Immelt de General Electric, Sheryl Sandberg de Facebook, y la lista sigue y sigue. El número de directores generales de las 500 empresas de Fortune que obtuvieron su título de negocios en Harvard es tres veces mayor que el de la siguiente escuela de administración más popular, la Escuela Wharton de la Universidad de Pensilvania.

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Es difícil exagerar la influencia de la escuela en el mundo empresarial estadounidense.

Es por eso que está causando tanto revuelo un libro con la historia de la escuela aun antes de su publicación. Llamada "el pasaporte dorado", del veterano periodista de negocios Duff McDonald, esta obra es un juicio ricamente fundamentado de la escuela por ser la principal razón de que gran parte del país desdeñe al mundo empresarial.

"La Escuela de Administración de Harvard se embriagó tanto con su propia importancia (y todavía lo está) que despreocupadamente se desentendió de una de las preguntas más importantes que podía hacerse que es si el sistema capitalista, al que está perfectamente colocada para ayudar, está bien diseñado para el largo plazo", señala McDonald en su libro, que llegará a las librerías dentro de dos semanas.

¿Su respuesta? "Con una desigualdad económica como se había visto en un siglo y con una posición vergonzosamente insignificante en materia de cambio climático y otros temas sociales y ambientales, la respuesta a esa pregunta es evidente. No lo está".

Con base en un reporte de Instituto Aspen, McDonald explica que "cuando los estudiantes entran en la escuela de administración, creen que el propósito de una corporación es producir bienes y servicios para beneficio de la sociedad".

"Cuando se gradúan", agrega, "creen que es incrementar el valor para los accionistas".

McDonald narra brillantemente la historia de la creación de la escuela en 1908, cuando su misión era educar a las siguientes generaciones de administradores de empresas. Edwin Gay, su primer decano, definió la administración como "la actividad de hacer cosas para vender con una ganancia decentemente".

Pero, señala el autor, en algún momento durante los años ochenta, algo salió muy mal: "El dinero se volvió demasiado bueno".

El dinero al que se refiere es el tsunami de propuestas de trabajo que recibieron los estudiantes de Harvard de Wall Street, y el financiamiento que recoge la escuela de sus ex alumnos bien colocados.

Con toda justicia, la Escuela de Administración de Harvard es un blanco fácil, dada su naturaleza de principal alimentador de los grandes negocios. Esta es difícilmente la primera vez que la institución ha sido criticada.

Y es demasiado presentar a los más de 76.000 ex alumnos como gente con problemas de ética, como parece dar a entender McDonald. En efecto, muchos de los ex alumnos de los que más se jacta la escuela son de los ejecutivos más talentosos del país, y muchos tratan de considerar a todas las partes interesadas en la empresa de una manera holística.

Sin embargo, en un ejemplo tras otro, McDonald establece su tesis de que el dinero y las influencias han distorsionado tanto el plan de la escuela como la visión del mundo adoptada por sus profesores, que a su vez están en la nómina del mundo empresarial como asesores y consultores de medio tiempo.

"Durante todo un semestre, por ejemplo, la escuela básicamente está comprada y pagada por las empresas de consultoría", señala McDonald, citando a Casey Gerald, miembro de la generación del 2014 cuyo incendiario discurso en la escuela se hizo viral en YouTube.

McDonald sostiene que los intereses pecuniarios de los patrones impulsaron a Harvard a contratar al economista Michael C. Jensen, especialista en economía financiera, en 1985. Jensen es famoso como abanderado de la teoría del "agente principal", la idea de que son los inversionistas, más que los administradores o la junta directiva, quienes deben de tener la máxima influencia.

McDonald asegura que la llegada de Jensen fue "el momento de paradoja culminante de HBS", sosteniendo que Jensen "secuestró, por motivos ideológicos, el estudio de las finanzas, lo que sirvió de cínico repudio de todo lo que había venido antes que él en la escuela".

McDonald observa que "HBS nutrió al administrador profesional desde su nacimiento y después ayudó a matarlo" con la elevación de Jensen.

El libro está lleno de evidencias anecdóticas del argumento de McDonald. En un caso, él se basa en un ensayo escrito por Jensen en el que el profesor relata una historia bien conocida del dramaturgo George Bernard Shaw. La historia relata que Shaw le preguntó a "una actriz si se acostaría con él por un millón de dólares", escribe McDonald. "Cuando ella aceptó, él cambió la oferta a 10 dólares, a lo cual ella respondió con indignación, preguntándole qué clase de mujer él pensaba que era ella. A lo que el dramaturgo respondió: 'Eso ya quedó establecido. Ahora solo estamos negociando el precio'".

Para McDonald, Harvard les enseña a sus estudiantes que "todos somos prostitutas".

Siguiendo ese tren de pensamiento, él señala: "Si todos suponen que somos prostitutas, bien podríamos tomar tanto dinero como fuera posible mientras tuviéramos demanda".

El libro de McDonald presenta un argumento provocador de que la Escuela de Administración de Harvard y, por extensión, el conjunto de escuelas de administración de todo el país, son responsables de los desquiciados sistemas de compensación de la alta gerencia.

Él cita a Julian Birkinshaw, profesor de estrategia y empresa en la Escuela de Administración de Londres, que dice "no hay duda de que las escuelas de administración son cómplices" en los exorbitantes paquetes de paga en las juntas directivas.

"Nosotros también nos beneficiamos financieramente de ello", continúa la cita. "Es claro que las cuotas que se les cobran a los estudiantes de maestría están relacionadas con los salarios que esperan tener cuando encuentren empleo".

Al final, McDonald Reconoce que "nadie debería esperar que la Escuela de Administración de Harvard ofrezca cursos para derribar al sistema capitalista".

Pero McDonald sí plantea bastantes preguntas agudas que quizá la escuela debería de hacerse: ¿Deberíamos de crear un estudio de caso sobre nuestra misma escuela?

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