• Por Olga Bertinant de Portillo
  • Escritora
  • Columnista invitada

Durante la noche el termómetro marcó temperaturas bajo cero y la escarcha apareció blanca cubriendo los techos y los campos. El viento sur congelante era un cuchillo filoso traspasando abrigos hasta hincar los huesos. En las calles los transeúntes se cubrían con gruesas camperas y gorros grises, llevando sus termos bajo el brazo, esperando el ómnibus con impaciencia tratando de sentir el calor del sol que apenas asomaba tímido y tibio.

Algunos niños caminaban rumbo a la escuela desabrigados y con los championes deshilachados, las caras pálidas por el frío descubrían una noche maldormida. Pensé en mi nieto pequeño abrigado y protegido en el calor de su hogar. Y al verlos así, con esa fragilidad de la niñez, me invadió un sentimiento compasivo.

De acuerdo a la Real Academia Española compasión es un "sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien". Pero en español esta palabra también tiene connotaciones negativas, porque parece que implica menosprecio hacia quien sufre. Sin embargo, la compasión es totalmente inversa a que el otro se sienta menoscabado. Y al transitar la Ruta 7, ese sentimiento de compasión se transforma y se vuelve agonía, pues se presentan situaciones de desasosiego que son difíciles de soportar todos los días del año.

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De repente el roncar de una motocicleta que se adelanta rauda por la derecha, me sorprende; traslada a una pareja y a un niño, todos bastante abrigados pero sin casco, apenas llevan gorros para protegerse del viento frío. El niño, pequeño aún, va envuelto en una manta polar colorida, no sabe que este podría ser el último viaje de su vida.

Los vehículos marchan presurosos sin respetar las señales que indican 80 kilómetros por hora. Las personas se paran en el paseo central que divide la ruta; esperando una oportunidad para cruzar, pero nadie aminora la marcha, parece una carrera de velocidad a ver quién llega primero y los peatones amagan e intentan una corrida ligera sobre el asfalto difícil. Los conductores no parecen ser compasivos con los peatones.

En una curva un motocarro cargado de gente y de verduras realiza una maniobra brusca y comienzan a escucharse los bocinazos, un ruido ensordecedor que asusta a los más pequeños. Todos impacientes. ¡A tan temprana hora y con los nervios a flor de piel!

Siguiendo mi ruta y luego de alcanzar la chipería, unos perros temblorosos caminan en la banquina. Los veo moverse lentos e indecisos como queriendo cruzar el asfalto inmisericorde. Esa imagen completa mi agonía. Sigo la marcha sin mirar por el retrovisor. No quiero verlos destripados sobre el pavimento mortal.

Y en un momento de reflexión percibo que ya pasó el tiempo de la lentitud, el tiempo de las carretas que marchaban parsimoniosas con bueyes cansinos; hoy corremos para todo… y dejamos que nos avasalle el reloj. La prisa por llegar a alguna parte nos enceguece, y lo que importa se vuelve invisible; el tiempo para la compasión es muy breve, no nos alcanza y nos olvidamos de ella, hasta que alguna chispa hace que ésta aparezca tímida en algún rincón del corazón.

Y al llegar a casa la agonía desanda, pues allí me siento sosegada y feliz, protegida en mi zona de confort; pero me embarga un sentimiento de culpa porque sé que en las calles y en las rutas la agonía sigue intacta. Y me doy cuenta que la compasión por sí sola no es suficiente para cambiar en algo los males de los demás.

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