• Por Jorge Torres Romero
  • Periodista

La decencia, la honestidad, la sinceridad y la candidez por lo visto son virtudes que definitivamente deberíamos resignarnos a prescindir de nuestra clase política, pero no porque ellas no estén presentes en las personas, sino porque así como concebimos el quehacer político nacional, pareciera que antes que virtudes son tremendos defectos.

Ahí tenemos el caso Rubén Rodríguez. Un hombre con una trayectoria de vida profesional intachable, de valores y principios profundamente arraigados a una historia de trabajo y compromiso con la vida. Al hombre no se lo juzga por sus grandes discursos, sino por el detalle de como mira a las personas. Se trata de una mirada desinteresada que ve la misma dignidad del hombre, no por lo que es, sino por su razón misma de existir.

Quienes conocemos al "Pionero" sabemos de esta mirada y de esa capacidad de ver la realidad en su esencia misma, sin prejuicios a la gente, sin desprecios y con una gran vocación de entrega, amor y servicio a los demás.

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Es todo lo que basta para presumir sobre la buena intención de alguien que tiene el más legítimo interés de llegar a una representación política. De estos elementos descriptos es de lo que hoy carecen la mayoría de nuestros hombres de la política.

A menudo, quienes estamos en este oficio, desde los mismos medios de comunicación alentamos a los hombres de bien a arriesgarse e ingresar a ese terreno desconocido por ellos, pero desde donde, anteponiendo su conducta de vida, se considera pueden aportar al mejoramiento de las decisiones tomadas desde el poder.

Pero a la vez, son los mismos medios quienes aniquilan ese deseo, anteponiendo los intereses particulares de cada uno y se encargan de destruir la legítima aspiración cuando no se ven representados o cuando ese aspirante viene de la mano de quienes ya consideran un enemigo.

"Lastimosamente, para algunos colegas, el rédito de destruir se superpone a los intereses del país", fue una de las frases que tiró Rubén. Y en estos días se evidenció tal situación. Existe como una fascinación por destruir todo, pero no por un deseo o convencimiento de que todo está podrido, sino simplemente por una ambición egocéntrica o un odio visceral hacia quienes hoy detentan el poder.

En su maravillosa obra, "El yo, el poder y las obras", monseñor Luigi Giussani define que los medios de comunicación, los instrumentos del poder, determinan los límites del pensamiento y censuran valores, en caso contrario, se descubrirían enseguida tras una observación atenta de nosotros mismos. Y añade que poseer cualquier clase de poder (en este caso los medios), si éste no está definido por una responsabilidad moral y no está controlado por un profundo respeto a la persona, significa la destrucción de lo humano en sentido absoluto.

Los paraguayos necesitamos recuperar esa mirada hacia lo humano, despojados de los intereses oportunistas del momento. Nuestra nueva clase política -si es que alguna vez tendremos una nueva- debería ocuparse no solamente de entender, como algunos pretenden, cómo se opera el manual de funciones de la oficina que administrará, sino primordialmente tener esa sencillez del corazón (como lo tiene Rubén) para mirar a las personas y a partir de ahí, construir y diseñar las oportunidades para estas, porque al final, ¿para qué queremos nuevos líderes y gobernantes, si no tienen esta mirada hacia lo humano, hacia el hombre en su dignidad?

Los proyectos y las ideas se construyen desde esta mirada, caso contrario, todo seguirá igual, aunque que el que gobierna sea el más ilustrado en conocimientos o el más honesto en el manejo del dinero. Solo el que mira a las personas por su dignidad es capaz de hacer grandes transformaciones. Puedo estar equivocado, pero es lo que pienso.

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