• Por Emilio Agüero, pastor
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Depositar la fe en Cristo, salva. Meditar y poner por obra su Palabra, sana. El orar nos calibra y nos sintoniza con la fuente. El hacerlo regularmente nos santifica.

Uno de los motivos por los que estoy convencido de mi fe es que ella echó por tierra mi autosuficiencia, me puso enfrente de mi pecado, me confrontó y, al ver mi miseria, me sentí humillado, y me ubicó en el lugar correcto para recibir Su gracia.

Todos los días medito en mis miserias, y eso me mantiene enfocado en Su misericordia. Pido ser consciente de mis debilidades, y eso me mantiene fuerte porque entiendo que "su poder se perfecciona en mi debilidad". ¿Qué es esta vida sin Cristo? Nada. ¿Con Él? Todo.

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Es difícil entender la gracia. Nuestra mente carnal nos impide entenderla, hasta nos parece injusta. "¡Yo merezco!", reclama nuestro ego.

¿Quién nos convenció de que merecemos algo? Cada vez que critico o me burlo o me siento más que el otro, estoy dándole lugar a algo que tiene la capacidad de convertir ángeles en demonios: el orgullo.

Ese mal está ahí. ¿Es omnipresente? No lo es. Entonces, ¿por qué está en todas partes? No está en todas partes, está en nosotros y nos acompaña siempre. Es un compañero indeseable y a la vez un enemigo implacable. Solo la gracia lo derrota: no merezco nada, no soy nada, no valgo nada si Dios no me rodea de ella.

Aferrémonos a ella y digamos como Pablo: "Por la gracia de Dios soy lo que soy". Cuando más el apóstol necesitaba de armas, en medio de sus pruebas más duras, clamó a Dios y Dios le dio una: "Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en tu debilidad".

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